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PAÑUELOS DE SEDA


                            PAÑUELOS DE SEDA


MARIPEPA
Un ligero retoque en sus labios pintados de un rosa intenso, le recordó el lugar donde se encontraba. La imagen que le devolvió el espejo hizo que se percatara del brillo intenso de sus ojos. El ascensor subía lentamente, o al menos ella lo percibió de esa manera.  Deslizó sus manos por una de sus piernas envueltas en unas medias negras, se ajustó un poco el talle de su vestido ajustado. Le sobresaltó la parada brusca del ascensor y observó algo inquieta como las puertas se abrían de pronto.  Salió muy segura de si misma, esa seguridad que se desvanece casi al instante al recordar que le había llevado a ese lugar determinado. Un pasillo inmenso se abrió ante ella y vacilante recordó el número de la habitación.  Decidida e impulsándose comenzó a caminar y a convencerse así misma de que no podía arrepentirse en el último momento. Los pasos resonaban  como un eco lejano, como si  en realidad no fuera ella la que se deslizaba por el  suelo enmoquetado. Intentaba hacer el menor ruido posible, pero, el roce de la tela de su vestido parecía  que indicaba que ella estaba allí, que ella había llegado allí y que decididamente no iba a volverse atrás.

ALAKANO
Sentado indolentemente frente a la ventana abierta y aspirando la penúltima calada del enésimo cigarrillo, esperaba impaciente el devenir de los minutos que se alargaban hasta el infinito. Una televisión sin sonido iluminaba de manera espectral el decorado de la habitación que cuidadosamente había elegido en un moderno hotel de las afueras. Un lugar lujoso, discreto pero suficientemente concurrido para que la presencia de ambos no resultase llamativa. “Habitación 719” había tecleado desde el teléfono hacía ya casi dos horas una vez estuvo dentro. Desde entonces, sólo un “ok” por respuesta. Y esperaba, acariciando de cuando en cuando el móvil deseando sin querer que no vibrase o que lo hiciera al recibir alguno de esos últimos mensajes con los que ella sabía inquietarle el alma. Observaba, curioso, el reflejo apagado en la punta del zapato negro que remataba su pierna bamboleante y cruzada sobre la otra, en un rítmico movimiento de intranquilidad asesina del tiempo. Abandonó el sillón y volvió a colocarse la camisa color hueso bajo el pantalón oscuro del traje gris merengo que ayer recogió impoluto de la tintorería. La corbata, desenlazada, yacía tranquila encima de la lámpara de pie donde la dejó tras abandonar la americana en una percha indescolgable del armario entreabierto. Mientras volvía a mirar el paquete de cigarrillos y la tentación del olor tostado del tabaco se acercaba, apreció el cada vez menos lejano murmullo de un rítmico taconeo disimulado por la moqueta del pasillo. Se acercó a la puerta y comprobó la realidad de los pasos, de nuevo más sonoros. Al otro lado de la superficie lacada en blanco, los oyó detenerse, en un silencio eterno roto por un único y apagado carraspeo femenino.
                                                                                             
CLARA
La dejó entrar sin decir una palabra. Ella atravesó el cuarto con soltura, como si conociera al dedillo la estancia. Se sentó en el borde de la cama y se quitó los zapatos muy despacio, con cierta torpeza, delatando sus nervios. Esos contrastes de ella le maravillaban.
La había conocido unas semanas atrás, en un balneario. Ella había ido sola; él, con su esposa. Un perro, un caniche enano propiedad de una vieja dama, atraído por algún raro efluvio que ella desprendiera, había mordido la punta de su toalla con tal decisión que, aunque ella intentara evitarlo, durante unos segundos su desnudez había quedado completamente a la vista. Nadie, excepto él, se había percatado del incidente. Sentía su excepción con un extraño orgullo.
Desde ese día, aquel cuerpo blanco, deliciosamente curvo, frágil y poderoso al tiempo, le había obsesionado. No pretendía conquistarlo, ni poseerlo, no deseaba ponerle su marca, su impronta, ni mancillarlo con sus manos. Sólo anhelaba mirarla  durante horas, pasear sus pupilas por cada centímetro de piel, acariciar su cuerpo en la distancia.
Él apagó la televisión y desplazó una butaca hasta colocarla frente a la cama. Ella le miró sorprendida, sin comprender por qué él no se acercaba. Aún no se habían besado, ni siquiera se habían dado la mano nunca. Aquel hombre de mirada furtiva ni tan solo le había rozado los dedos al entregarle en el balneario una nota con un número de teléfono y una súplica: Llámeme, es importante. Ella le había respondido en el acto con un mensaje: No duermo con llave. Pero, aunque le había estado esperando durante toda aquella noche, él no había aparecido. Al día siguiente, el hombre misterioso de mirada profunda y penetrante se había marchado.
Sin estar segura de por qué lo hacía, ella le había enviado un mensaje distinto cada día desde entonces, sin obtener respuesta jamás. Dos horas atrás, por fin, había recibido una contestación: apenas una dirección de hotel y un número de habitación. Y ella entonces, perdidas todas las palabras, luchando por conservar la calma y la cordura, solamente había dicho ok.



MAR
Él pensó que se veía más guapa que en la playa, ella que sus ojos eran aún más penetrantes de lo que los recordaba. Sus rodillas colocadas  casi juntas a milímetros de distancias y el tiempo que transcurre lento, como si los segundos fueran horas. Primeras veces que ya no se volverían a repetir, ambos sabían de lo efímero de esos primeros instantes y sin embargo la prisa les comía por dentro.
Él quiso decir algo, ella coqueta le toco los labios.-No digas nada -dijo dejemos que hablen los sentidos,  el roce de su dedo sobre los labios le hizo dudar, pensar; pero no era el lugar y mucho menos el momento, un leve movimiento de ella y el vestido primorosamente ajustado dejaba ver el inicio de un canalillo por el que él deseaba perderse.
Los ojos se miraban con la misma fruición de un beso y la respiración parecía fallarles y sin embargo, ahí estaban  minutos después uno frente al otro, detenidos, extasiados inmóviles. Él hizo un movimiento para alcanzar sabe Dios qué, y ella vio como su anatomía mostraba cuanto le gustaba la situación, en ese mismo instante él se supo observado y ella cazador cazado, bajo apenas la mirada mientras un escalofrío recorrió su espalda a modo de descarga, percibiendo que no había vuelta atrás, que no quería vuelta atrás.
Cuando por fin salió un hilo de voz de la garganta de él se oyó a si mismo decir –Me gustas más que en la playa.  Ella que sabía de sus encantos, movió la nariz con un gracioso e infantil gesto y  acerco  su cara  lo justo como para percibir su olor a colonia fresca  y tabaco, pero  no lo suficiente como para tocarle, saco de su bolsillo dos pañuelos de seda, los paso tras su cuello, con un ademán gracioso, sin rodeos se dejo caer de espaldas en la cama mientras el como imantado por su mirada y atraído por el suave toque de la seda le siguió. Un beso que supo a primera vez y a ultima, una sensación de ahogo y de triunfo.
Sus manos al principio sostenían el peso de su cuerpo pero ella le ordeno:- Quítame el vestido por favor.- Él le obedeció como un siervo a su ama y cuando  le desnudaba volvió a ver ese cuerpo que en la playa le dejo sin aliento y que ahora por fin tenía a su merced.
 AKIMANA
Le acercó, tirando de los pañuelos,  y comenzó a soltar los botones de su camisa, con la habilidad que da un gesto mil veces repetido.
No recordaba que su torso estuviera tan bien modelado ni el vello rojizo y rizado, que lo cubría. Solo se había fijado en su mirada, que fue lo que recordaba, cuando pulsó el OK en su móvil. Esa mirada que, ahora, contemplaba su desnudez. Una desnudez que a ella siempre le había hecho sentirse segura.  Dominaba la situación.
Metió la mano por la camisa y empezó a acariciar su costado, cálido y confortable, hasta llegar a la hebilla del cinturón.
Cuando sintió que él retiraba su mano se quedó  perpleja, como cuando se para la música en medio del baile. Sintió que le cogía la mano y, con suma habilidad, rodeaba su muñeca con unos de los pañuelos que ella había colgado de su cuello.
La suerte estaba echada. Ella había comenzado el juego. Le ofreció la otra muñeca y él ató ambas manos al cabecero de la cama. Cerró los ojos y esperó el siguiente movimiento. La música volvió a sonar en su cabeza.
 Oyó como depositaba algo en la mesilla de noche. Los gemelos, pensó. Seguramente un regalo de su esposa.

ALACENA DE LAS MONJAS
Los gemelos se aposentaron en su sexo. Con cada caricia del hombre, rasgaban cada milímetro de su piel y de sus sentimientos. Atada y con los ojos cerrados, solo tenía sentidos para el tintineo de esos gemelos depositados en la mesilla de noche. Tintineaban cuando besó su cuello, tintineaban cuando acarició sus pechos y tintineaban cuando mordió sus labios entre gemidos.
Los pañuelos de seda impedían que sus manos robasen, de la mesilla de noche, los gemelos. De haber podido hacerlo, ella hubiese penetrado el corazón y el alma de ese hombre hasta reducirlo al mínimo aliento.
Él estaba desconcertado. No sentía temblar el cuerpo de ella con sus caricias, ni que escapase, de sus labios, el más mínimo atisbo de pasión. Lamió, con ternura y rabia, el vientre de la mujer. Su lengua escribía sobre el palabras húmedas que iban dejando un surco de temblores hasta alcanzar el pubis de ella. Allí se detuvo, alzó la vista y miró su rostro. Estaba tenso. Reflejaba una lucha intensa que no dejaba traslucir qué parte de ella ganaría, al final, esa guerra. Y entonces, ella abrió los ojos.
Sus ojos se encontraron con los de él en ese instante en que ni el tiempo retumba en la penumbra. Se hablaron con la mirada y, mientras desaparecía el tintineo de los gemelos sobre la mesilla de noche, ella apresó la cara del hombre con sus muslos y poco a poco, muy lentamente, lo condujo hacía su sexo. Él lo beso y, por primera vez, sintió, estremecido, su cuerpo.