Blogroll

jueves, 3 de febrero de 2011

LA VIDA VERDADERA DE DND (POR CLARA)




Ya no podía más. Estaba hasta las pelotas de confesar. Le habría gustado ser Papa únicamente para erradicar el dichoso sacramento del rito católico.
Había pedido al obispo un cambio de parroquia más de quinientas veces. La razón: la obsesiva, patológica y fanática compulsión de las feligresas a repetir hasta la náusea el sacramento de la penitencia. Tras veinte años de paciente dedicación al ministerio sacerdotal, podía afirmar sin el menor género de duda que en aquel pueblo confesarse creaba adicción. Cada domingo, durante el sermón, importaba tres cojones el trozo de evangelio que tocara leer, el cura párroco Desiderio Núñez Domínguez siempre hablaba de lo mismo: que Dios no era tan estricto, ni tan susceptible, ni tan fácil de ofender, que se hacía perder tiempo al Padre Celestial pidiéndole perdón por todo, absolutamente por todo, y que, sintiéndolo mucho, en realidad a Dios le importábamos un carajo. Que Él tenía muchos planetas y en cada uno de ellos muchos pecadores, y, justo era reconocerlo, el Altísimo ya acumulaba sus añitos…
Pues ni por esas. Exageraba con toda la intención, vomitaba blasfemias a diestro y siniestro, inventaba herejías que hubieran hecho sonrojar al mismísimo Anticristo. Todo era inútil. Mientras los cuatro hombres que aún asistían a Misa se removían incómodos en sus asientos, la aplastante mayoría femenina permanecía impasible en los bancos de la iglesia con el propósito inquebrantable de esperar que se acabara la liturgia para hacer turno en el confesionario. Los aledaños de la celosía ante la que habrían de arrodillarse estaban atestados; en las zonas más alejadas únicamente se sentaban las dos sordas oficiales que había en el pueblo.
Mucho se había preguntado el párroco por el motivo de tan desmesurado éxito en una tarea que en la mayor parte de parroquias estaba seriamente en declive. Puesto que en otras comunidades que había pastoreado no se había producido el inquietante fenómeno, al principio pensó que eran aquellas mujeres, por alguna histórica y étnica razón, las locas de atar. Se convenció de que estaban atrapadas sin remisión en una espiral adictiva de la que no sabían escapar. Para ellas, contar intimidades a un desconocido vestido con una sotana era una droga, arrodillarse para descubrir secretos, un puto y exasperante vicio.
Sin embargo, durante una neumonía que le apartó durante un mes de sus obligaciones, las parroquianas se habían negado en redondo a confesarse con su sustituto. Habían llenado la iglesia de velas para pedir por su curación y paralizado el pueblo entre novenas, vía crucis y visitas continuas a su casa con toda clase de medicinas y remedios. Comprendió entonces que aquel apetito desordenado por el santo sacramento de la confesión se producía por la específica reacción que provocaba el contacto entre él y aquellas feligresas. Un raro fenómeno que ocurría una vez cada mil millones de años.
Debía reconocer que al principio le había encantado el fervor que mostraban todas aquellas señoras. Se sintió orgulloso cuando, a los siete meses de su llegada, tuvo que apartar algunos bancos para que la cola ante el confesionario pudiera formarse. Pero ahora, después de dos años, se encontraba exhausto, y lo peor era que ni siquiera podía asegurar que conociera en profundidad el alma femenina. Todo había sido en el fondo una cháchara imparable con distintas voces, todas hablando de lo mismo, todas hablando de nada.
Tenía que hacer algo o se volvería loco. Ya había intentado cerrar el confesionario “por obras”, llegándolo a tapiar incluso, pero ello había provocado casi un motín en el pueblo. No sólo protestaron las mujeres, también los hombres querían paz, sus vidas cotidianas en su sitio. Además, tampoco había podido limitar las horas de confesión, por el contrario había tenido que aumentarlas, sometido a un chantaje en forma de huelga total, que había dejado la iglesia completamente vacía durante tres semanas. En otro intento, había fingido estar enfermo por temporadas, pero la extrema dedicación de sus feligresas en pro de la recuperación de su salud hacía inviable prolongar en exceso la mentira. Y el Obispo estaba ya descartado. La última vez que se lo había pedido, su superior eclesiástico había insinuado la excomunión.
Sin escapatoria ninguna, estaba obligado a encerrarse en un cubículo durante seis horas diarias. De ningún modo esas mujeres hubieran aceptado ser confesadas en otro lugar, su adicción requería el escenario. Decidió entonces que, al menos, él podía rebelarse no prestándoles atención. No escuchar nada. Era ya un experto en saber cuándo debía hablar, cuándo callar y cuándo terminar el asunto. Además, buscaría algún entretenimiento para pasar el rato.
La lectura presentaba dificultades de iluminación y requería demasiada concentración, así que en un principio se llevó crucigramas y sudokus al confesionario, que completaba con ayuda de una linterna. Durante algunas semanas se sintió más feliz, pero pronto ansió aumentar su repertorio de entretenimientos, algo más apasionante que le ayudara a no escuchar, a no tragarse más pecados de esa cruz que le había caído en forma de banda de histéricas. Que le llamara machista quien quisiera.
Descubrir por azar que en todos los ordenadores había juegos de solitarios y recordar que había un portátil guardado en un armario desde el día en que llegó fue todo una. Acompañado de las voces incesantes que hablaban de infidelidades, envidias, difamaciones y movidas varias, veía con deleite aumentar su porcentaje de juegos ganados, buscaminas, sims, ajedrez, y el solitario spider. Ellas no se daban ni cuenta. Maldita sea, suspiraba el párroco cuando picaba con su ratón en una mina, y ellas, conmovidas por el modo en que su espejo clerical se tomaba sus nimios asuntos, se sentían comprendidas por primera vez en su vida, acompañadas en su duro caminar de mujeres casadas por costumbre, folladas por inercia, y madres por obligación. El párroco Desiderio, por su lado, cuando comprendió que por muy rápido que obrara no podría batir su propio record en el buscaminas, lo abandonó. Las voces, de nuevo, se dejaron oír, clarísimas, contundentes, apabullantes: sólo usted, señor cura, nos entiende. Si usted no estuviera…
Ojalá no estuviera, pensaba abatido. Ojalá. Fue precisamente una feligresa, una de las más recalcitrantes, la que le insinuó las posibilidades de Internet. Ella había conocido a un camionero senegalés que le había redescubierto el sexo. Cuatro padrenuestros y tres avemarías, ordenó rutinariamente el cura. Pero se quedó con la copla. ¿Internet?
Convenció al Arzobispo para poner un wifi en su parroquia. Había que adaptarse a los tiempos, explicó haciéndose el experto. Cuando pudo navegar en su confesionario, descubrió esa ventana que le permitiría sentirse vivo. Sí, vivo. Porque todas aquellas mujeres le chupaban la energía, le colonizaban la mente, le invadían el espíritu. Vivo, por fin, por su cuenta. Un blog, eso haría. Era sencillo, sabiendo encender el ordenador y clickear con un ratón, todo lo demás estaba chupado.
En su blog, para evitar ser descubierto, fingía ser anticlerical. El azote de los curas pederastas, el dedo en la llaga de la curia materialista y codiciosa, la voz que denunciaba la hipocresía eclesial. Pronto tuvo, cómo no, un pequeño grupo de admiradoras. Pero no le contaban pecados, eso las distinguía. No le pedían la absolución. No reclamaban ningún consejo espiritual. Entusiasmado, llevó su nueva feligresía virtual por los caminos más ateos que era capaz, logrando un liderazgo que no deseaba, que le resultaba conocido, pero que esta vez le permitía ser él mismo.
Su fama traspasó fronteras. Pero su inocencia era aún notable. Creyó que con bautizarse con las siglas de su nombre, dnd, nadie descubriría jamás su verdadero nombre. Pero la red era implacable, todo rastro suyo había dejado huella, y finalmente su identidad quedó al descubierto, no para sus adeptos en el blog, que ya eran tanto mujeres como hombres, sino para la gente que le pagaba el sueldo.
El mismísimo Papa de Roma, completamente de incógnito y con discretas pero muy amplias medidas de seguridad, fue a visitarle a su parroquia. Dnd se sintió anonadado, arrepentido, compungido, un ser execrable que había traicionado sus principios por un afán hedonista impropio de una persona consagrada a los demás. Su afán exculpatorio apenas dejaba hablar al Sumo Pontífice que le miraba con sonrisa paternal. Cuando al fin, extenuado, con los ojos bañados en lágrimas, y la sotana raída de tanto arañarse el pecho, calló sus súplicas y bajó la mirada, Benedicto XVI le puso su anillada mano en el hombro y le obligó a mirarle a los ojos.
−Hijo mío, ¿no puedo yo colgar algún post en ese blog tuyo?

9 comentarios:

Genial, clara, jajajajajajaja.
Un beso grandote, guapa.
Ziencia

jejejejejjjje.. que cabrona, haz un blog para esto...
Ego te absolvo.. in nomine...

El Padre Desiderio
Dnd

jajajajaja...
Lo que te faltaba, dnd, tener a Su Santidad de colaborador. Bueno, una de dos: o nos convierte -del todo, quiero decir- o le acabamos de pervertir.
ClaraBt, escribes impagablemente bien, que lo sepas. Sacas sonrisas debajo de las piedras.

Es genial jajajaja, muy bueno.
Marisa.

si es de calra por qué lo ha colgado akimana?

Qué bueno es Clara, coño!!! Además de estar muy bien escrito, has clavado al Pater Desiderio.

Por Dios, jefe, si va a colgar el Papa avisa a Alacena...
Besos

Al preguntón/a, lo ha colgado Akimana, ya que Clara se lo ha enviado para que lo cuelgue. Aquí estamos, para resolver tus dudas.

El relato me ha parecido ágil y muy simpático pero algo largo. Si su autora lo afinara recortándolo. estaríamos ante un gran relato para recordar.

Jesús María Serrano, alias Mr. Ripley

Excelente, Clara. Original, chispeante, intenso, con un humor "Cum laude" y con final perfecto, que da una total solidez a un texto muy bien escrito y perfectamente desarrollado.

Un saludo.

Alacena de las Monjas.

...con alzacuellos y tu "jejeje"..¡qué morbazo,padre Desiderio!
Muy divertido. Eva.