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jueves, 10 de febrero de 2011

SENDEROS DEL ALMA

Alacena de las Monjas




“No es fácil hurgar en los senderos del alma y resucitar los monstruos de la vida. Pero lo he hecho. Y aquí, en estas confesiones, mi alma recorre, buscando un no sé qué, las palabras”



Adoraba el mar. Desde el puente, todas las tardes admiraba el relajante ir y venir de las olas sentada en una hamaca que mi madre me entregaba para evitar un cansancio excesivo. Yo estaba enferma, y en cuanto realizaba el más insignificante esfuerzo, los tubérculos, aposentados en mis pulmones, impedían que absorbiera el aire. Por ello, percibía con los ojos la suavidad de un oleaje que no podía recibir en mi piel.

Los inviernos eran muy tristes. Como casi siempre lloviznaba, dejaba transcurrir los días recluida en mi aposento en compañía de una profesora por la mañana y de los juegos por la tarde.

En el verano todo era más alegre porque paseaba, lentamente, por el campo. A veces, un acceso de tos me obligaba a detenerme en el camino, a menudo echada sobre la arena si no hallaba piedra alguna. Mientras recobraba el aliento, examinaba al señor Alejandro cultivando sus tierras. Este hombre aparecía y desaparecía entre las hojas de remolacha, dejando un rastro de humo procedente de su enorme pipa, y por el que localizaba el lugar exacto en el que se encontraba agazapado. Yo seguía los movimientos a veces violentos, generalmente pausados, de la humareda. En una ocasión, esta permaneció fija en el mismo lugar del espacio bastante tiempo, como si soplaran dos vientos en direcciones contrarias que evitaran su desplazamiento. Intrigada, me dirigí hacia Alejandro y lo encontré dormido en un surco con la humeante pipa entre los labios.

Otras veces, la abuela Emiliana caminaba, con la azada sobre el hombro, en dirección a la sierra. Era muy vieja y casi ciega, pero muy fuerte: nunca descubrí en su rostro un gesto de agotamiento. A mí me analizaba con desolación y amargura por la fragilidad con que me alumbraron. Me aconsejó que bebiera muchos huevos batidos, porque eran buenísimos para terminar con todo tipo de debilidades. Seguí su consejo durante algún tiempo, de modo que, cuando caía la noche y todos dormían, iba a la cocina y los preparaba. Como no apreciaba mejoría alguna, los abandoné, pero nunca pude volver a comerlos.

Mis paseos no eran muy largos porque me cansaba, pero los recorridos eran cambiantes según fuese mi estado anímico. Así, si un día amanecía alegre, seguía la senda que finalizaba en la choza de “Trapito”; si despertaba con grandes pesares, visitaba a Teresa.

“Trapito” era muy simpático. Lo apodaron así porque llevaba un pequeño esparadrapo en la punta de la nariz con el que intentaba disimular el trozo de carne que le faltaba. Un Guardia Civil se lo arrancó de un disparo cuando lo sorprendió robando en la finca de don Paco, el alcalde del pueblo. “Trapito” le estaba agradecido, porque aseguraba que lo hizo por su bien, como escarmiento para que no volviera a introducir la nariz en las propiedades de los demás. Aprendió la lección y toda su vida actuó con gran rectitud, engañando su hambre con la ingestión de hierbas, serpientes y lagartos.

En una ocasión hizo una demostración de cómo cazaba y preparaba estos reptiles. Los vigilaba largamente y, cuando los sabía dormidos, les aplastaba con una piedra la erguida cabeza. Una vez muertos, los introducía en una bolsa y, en el momento que reunía veinte o treinta, se encaminaba a su habitáculo. Allí, encima de una piedra, separaba la cabeza del resto del cuerpo, los abría en canal y los limpiaba. Posteriormente procedía a lavarlos en un regato que discurría por las cercanías para, finalmente, cocerlos en un recipiente que contenía agua, sal y berros.

Le gustaban bastante los lagartos, sobre todo si eran verdes, porque decía que estos eran más sabrosos y blandos que los marrones. Si, le gustaban mucho los lagartos verdes.

“Trapito” era muy simpático. Las tardes de los sábados ofrecía su arte a cambio de una peseta. Antes de comenzar la actuación cobraba su importe y, si alguien no había podido conseguir la moneda, le fiaba hasta el siguiente sábado. Hubo un chico que nunca obtenía el dinero, y “Trapito” le daba crédito actuación tras actuación. Comentaba “Trapito” que los padres de este niño eran muy pobres, y que su madre pedía limosna en la plaza del pueblo. Por ello, como presentía que estaba hambriento le dejaba ver gratis sus funciones, ya que, cierta vez, un hombre muy sabio le dijo que la cultura mataba la necesidad de comer.

Las representaciones las llevaba a cabo en un llano cercano al cementerio. Allí, como no poseía sillas, disponía, en fila, varias piedras rematadas con tablas de las que, a menudo, sobresalían puntas que nos pinchaban las nalgas.

El telón lo confeccionaba con una cuerda amarrada a dos secos y tortuosos árboles, de la que colgaba una raída colcha con abundantes agujeros por los que examinábamos sus inertes, calladas y tétricas marionetas. Los títeres eran tres, una figura de hombre y dos de mujer. Las tenía clavadas en una tabla en forma de cruz y, con unos hilos situados debajo de los hombros, las hacía bailar al ritmo de la chirriante música que emanaba de su silbato.

A mí, de todo lo que representaba, lo que más me entusiasmaba era el número de la “culona”. Disfrazado con un vestido de mujer, abultaba con cartones desmesuradamente su trasero y cantaba una canción que decía así:

“Allí va la culona, meneando el culo,
a casa del pescadero a por besugo,
y el pescadero le dice que no hay besugo
y aquí viene la culona meneando el culo”

Aunque todos los sábados repetía la misma función, “Trapito” era muy simpático.

Mis paseos eran cortos debido a mi quebradiza salud. Si me sentía contenta, visitaba a “Trapito”, que habitaba cerca, pero si la congoja me atormentaba, encaminaba mis pasos hacia la vivienda de Teresa, mucho más cercana que la del cazador de reptiles.

Teresa era muy guapa, pero siempre estaba triste y vestida de negro. Me encantaba charlar con ella porque decía que sanaría y sería dichosa, que lo leía en las rayas de mi mano. La creí y, aunque aún no estoy curada, tengo fe en su pronóstico.

Estaba casada con Antonio, el pescador más taciturno y solitario de toda la bahía. El hombre se encontraba preso y, desde la penitenciaria le escribía cartas y versos tan hermosos que parecía un poeta. Yo se las leía porque Teresa era analfabeta. Lo que más la extasiaba eran los poemas, que me obligaba a recitarle una y otra vez mientras sujetaba una amarillenta fotografía de su marido. De todos los versos, Teresa prefería uno, que refería en voz alta en los momentos de más grande abatimiento. Creía que con ello ofendía al Señor, y un día que tubo que confesarse manifestó al cura este gran pecado con un recital proveniente de su melodiosa voz. Creo que el poema era así:

“!Cuantas noches esperando,
una esperanza, Señor!
¡Cuantas noches delirando
pidiendo mi salvación!
De Ti lo esperaba todo, esperanza y salvación,
y Tú no me distes nada,
y yo te di, ¡mi furor!
Si Dios no te da la mano,
la mano que Él te ofreció,
si Dios te deja pudrirte,
Entonces, entonces, ¡olvídalo!”

El confesor la absolvió, y ni siquiera le impuso la penitencia de un Padre Nuestro.

Como Teresa era analfabeta, me enteré de todo lo que su marido sufría en prisión. Escribía que, tras los barrotes de su celda, consumía un arrugado cigarrillo apoyado en el alféizar de la ventana mientras contemplaba, deslizándose, toda la podredumbre y miseria de su existencia. En la blanca y desgastada roca del sanitario vislumbraba retazos de su vida: el viejo hospicio en el que se crió, su primer juguete y su primer amor; su primer robo y su primer odio; su primer poema y su primer sueño; su primera puñalada y su primera hombría; su primera sonrisa y su primera lágrima; su primer reformatorio y su definitiva prisión. Decía que, cuando se apagaban las luces, el cigarrillo caía al suelo, donde, con lentitud, se apagaba en la negrura de la noche.

Si, Teresa estaba muy triste sin su marido, tanto como yo cuando me ahogaba porque el aire no llegaba a mis pulmones.

Los días que la enfermedad no permitía que traspasara el umbral de la puerta, los pasaba entre las sábanas. La fiebre me mantenía adormecida constantemente, y, entonces, los sueños llenaban el espacio de “Trapito” y Teresa. Había uno que se producía muy a menudo, y era muy corto. Yo aparecía agonizante encima de mi cama, inhalando aire entrecortadamente, cuando, de repente, vomitaba una masa redonda de color verdoso. Pocas horas después, sanaba y caminaba kilómetros y kilómetros sin apreciar cansancio alguno en mis músculos.

Muchas veces, estas placenteras quimeras se rompían bruscamente en el instante en que mi pecho subía y bajaba agitadamente, y mis manos buscaban el aire que contenía la botella de oxígeno.

Poco a poco fui empeorando. Fue muy triste cuando papa y mama, por consejo del médico, decidieron el traslado de toda la familia a un lugar más seco para que yo pudiera sobrevivir. Vendieron todo, incluso el pequeño barquito que heredamos del abuelo, y nos asentamos aquí, en este melancólico valle, desde donde no puedo visitar a “Trapito” ni a Teresa, ni admirar el relajante ir y venir de las olas sentada en una hamaca.

2 comentarios:

precioso, precioso y triste, bonito fado

Precioso, Alacena, pero sabes que te quiero mucho y me produce pudor comentar textos tan intimistas, de una amiga.