No podía creerlo. Porprimera vez en su vida la risa se le congelaba en el rostro. Con la fuerza deun tsunami, el dolor la había devastado por completo en cuestión de segundos.Pese a ello, lo experimentaba con avidez de novata, deleitándose. Descubría quetambién era capaz de sentir una gran aflicción, como cualquier otro ser humano;podía sentir la congoja, el pesar, la pena, igual que los demás. A sus labios arribarondos lágrimas gigantescas muy distintas a las de siempre; estas ya no sabían alegres.
Hasta ese día únicamentehabía llorado de risa. Había nacido llorando a carcajadas, riéndose de todo,por todo. Cualquier gesto, cualquier palabra, movimiento, sonido, color o formale provocaban al instante una gran risotada que en pocos segundos ladescuajaringaba de risa. Pero lo peor, lo verdaderamente dramático, era que sucarcajeo resultaba irremediablemente contagioso. Todo el que se encontraracerca comenzaba a reír a mandíbula batiente sin escapatoria posible. Por ello,para evitar males mayores, sus padres tomaron la decisión de aislarla en lacasa familiar, en un cuarto insonorizado. A pesar de su gran soledad, la niñavivía feliz, desbordante, pletórica, loca de alegría y dicha.
Los neurólogos no seexplicaban el fenómeno. La risa de su pequeña paciente no parecía serconvulsiva, ni histriónica, ni la causaba ningún tic, ni se relacionaba conninguna modalidad del síndrome de Tourette. Por el contrario, su risa eragenuina, auténtica, y obedecía únicamente a la extraordinaria capacidad de lacriatura para percibir lo gracioso, el lado cómico de todas las cosas, aun lasmás trágicas. Por otra parte, la niña poseía una asombrosa dificultad parasentir emociones negativas.
Nunca pudo decir una frasede corrido. Se encanaba de risa completamente a la segunda palabra. De suhabitación, por ver si con ello mejoraba, se habían eliminado los estímulosvisuales o sonoros: paredes insonorizadas blancas, y un filtro de aire que nisiquiera permitía que se introdujeran olores. La niña ya no reía tanaparatosamente pero seguía pasándoselo en grande. Su estimulación ahora recaíasolamente sobre sí misma, su cuerpo, su olor, su voz, sus movimientos, sus pensamientosy el aroma, sabor, forma y color de los alimentos. Era más que suficiente.Practicaba hasta la extenuación el arte de la risa y pronto alcanzó unextremado virtuosismo. Risa breve, larga, concisa, estridente, sardónica,fingida, a tramos, a hipos. Risa modulada en todos los timbres y tonos, risafranca, risilla, risa afeminada, varonil, neutra, susurrada, enfática, sorda,risa de hiena, risa callada, risa angelical, jocosa, guasona, aguda, postiza…Dominaba todos los registros y su repertorio se volvió inagotable.
La adolescencia terminaba ylos padres de la muchacha se preocupaban por su futuro. Decidieron que lo mejorpara ella sería sacar partido de su desgraciado pero portentoso don. Hubosuerte y una productora de cine y televisión la contrató sin dudar para grabarrisas enlatadas a tutiplén y doblar a actores famosos en escenas querequiriesen una risa complicada. Con ella en plantilla, no precisaban a nadiemás para tan especializados menesteres. En el estudio de grabación fuenecesario habilitar una sala insonorizada para su uso exclusivo.
Se independizó de suspadres, o mejor dicho, ellos se independizaron al fin. Iba a ser mucho mejorpara todos que viviera sola. Cada día se dirigía al trabajo en ciclomotor. Paramitigar en la medida de lo posible la risa que era incapaz de contener, yevitar así que nadie a su alrededor pudiera contagiarse, salía de casa con elcasco puesto. Logró conseguir la concentración necesaria para conducir sin quesus continuas carcajadas le provocaran una caída. Solamente cuando se hallabadentro de su salita de grabación, se quitaba el casco.
Un día, por descuido, por unimprevisible azar, coincidió en el ascensor con un hombre joven que parecía serun vecino de un piso superior. A tan corta distancia, el casco no ofrecíaninguna protección y pronto su vecino sintió los efectos contagiosos de su hiperbólicarisa. Anduvo tambaleándose por sus propias risotadas hasta que por fin logróintroducirse en su coche, en el garaje del inmueble. Era el primer joven queella veía de cerca y le causó tan hondo reír que aquel día, por primera vez,llegó tarde al trabajo y su risa tembló durante toda la jornada.
A partir de ese momentoprestó atención al horario del vecino con el propósito de tropezarse con él amenudo. Se pondría el casco en el garaje, no lo llevaría más en el ascensor. Leresultó muy fácil volver a encontrarse con él una y otra vez. Las risasiniciales, casi espasmódicas, fueron transformándose con el tiempo en risasemotivas que evolucionaron a risitas sensuales y seductoras de las que tambiénél se contagiaba. El primer día que, casi sin querer, se rozaron los dedos, setroncharon de la risa. En otra ocasión que ella tuvo la oportunidad de tocarleel pelo, las risas a labio partido terminaron provocando un inquietantebalanceo en el ascensor.
Al principio, su vecino nopodía hacer gran cosa para zafarse pues en cuanto ella le veía, ambos se moríanviolentamente de risa. Pero al final del primer mes ella había cambiado deforma de reír. El vecino llegó a pensar que, riendo de este nuevo modo, hasta parecíabonita. Aun así, evitaba tocarla en la medida de lo posible, por temor a losterribles arrebatos que, como una explosión en cadena, se derivarían del másmínimo contacto. Se atrincheraba en una esquina del ascensor, pegado a susparedes como a una aspiradora, consciente de que reír con tanto donaire era porfuerza una invitación a acercarse y que acabarían inexorablemente por lossuelos.
Por fin, un raro día en quela risa alcanzó casi el susurro, el joven logró por primera vez decir algo.
−¿De qué carajo te ríes?
La pregunta fue taninesperada que, por primera vez desde el día en que naciera, ella detuvo enseco su risa. Se mantuvo un instante en silencio mirando al hombre que seencontraba en la otra punta del ascensor, quien asimismo había dejado de reír.Y entonces logró también decir algo, con la diferencia de que para ella eranlas primeras frases de su vida.
−Me río de tus ojos cuandoestallan de risa, de tu calor que me traspasa la piel y las cosquillas, de tualiento tan bueno como un melón, de tus manos que no paran de bailar, de tusombra rota, del perfume de tus calcetines, de un pelo rojo que te sale de lanariz, de las arrugas de tu pantalón, de…
Se quedó sola en el garajeexplicando a nadie todos los porqués de su alegría con él. Horas después,consciente de que no podría terminar nunca, se calló y volvió a reír. Se sentíaexultante de felicidad. No fue al trabajo, regresó a casa para seguir riéndosede él, aunque ya no con él, y a experimentar decenas de sensaciones nuevas asus anchas. Estaba aprendiendo a reír de amor.
Tras esta culminanteexperiencia, la muchacha reunió el valor suficiente para dar un paso más: iríaa llamar a su puerta. Para no delatarse, subiría la escalera con una venda enlos ojos y tapones en los oídos. Con poca estimulación podría a duras penasreprimir las carcajadas, pero podría. Él vivía un piso más arriba. Ella respiróhondo ante su puerta y se quitó los tapones. Escuchó una voz femenina queprocedía del interior:
−Deberíamos llamar a lapolicía. Esa chica te está volviendo loco y yo también me estoy volviendo loca.
−Hoy al menos he podidohablarle y dejó de reír por un rato.
−¿Y eso qué? Cuando está ella,somos marionetas en sus manos. Hasta cuando discutimos, nos mondamos. Essencillamente insoportable. La odio.
−Yo también la odio y creoque mucho más que tú… Ven, dame un beso. Aprovechemos que ha salido.
Quiso seguir escuchando peronotó que sus oídos se obstruían sin necesidad de tapones. Regresó a su piso sinla venda, con los ojos abiertos y la mueca de su risa congelada en el rostro. Yentonces, por primera vez en su vida, conoció el sabor de las lágrimas tristes,supo lo que era el dolor.
A las primeras lágrimas sesucedieron suspiros, lamentos, quejas, llantinas, gemidos, sollozos, rabietas yberrinches. Llorar desesperadamente no era tan diferente de morirse de risa. Depronto, todo a su alrededor le mostraba un rostro distinto, el de la pena, laautocompasión y el duelo. Estaba segura de que ya no podría nunca dejar desufrir.
Dejó el trabajo con un buenacuerdo a cambio de renunciar a cualquier derecho sobre sus risas enlatadas. Nisiquiera ser ya incapaz de reír le había facilitado la vida; por el contrario,su llanto era tan contagioso como antes su risa y podía por ello convertirse enun verdadero peligro público. Se encerró en su hogar dispuesta a dejarsemarchitar por el abatimiento; si se podía morir de pena, entonces moriría deese modo.
Una tarde sonó el timbre dela puerta con desesperada insistencia. Había quien quería verla a pesar decontagiar tanta pesadumbre y desdicha. En el descansillo, con el rostro másdoliente que jamás había visto, su vecino de arriba luchaba por mantenerseerguido. Tuvo el coraje de mirarla a los ojos y, casi sin voz, preguntó:
−¿Por qué diablos llorasahora?
El llanto de los dos sedetuvo abruptamente. La chica comprendió que él la oiría llorar desde su piso, talcomo antes oía sus risas. La dicha, amortiguada por el tabique del techo, sepodría soportar. Sin embargo, el más intenso pesar concebible, aunque atenuadopor bloques de cemento, un espanto así debía sentirse insoportable allá arriba.Esta vez ella no supo qué contestarle, ninguna palabra se formaba siquiera ensu mente, pero notó en el acto que su dolor había terminado, y con él, sumimética réplica en el atribulado vecino.
−Ella, mi esposa, se hamarchado.
El joven habló con elimpulso de un gemido apenas perceptible pero con un tono que era realmente suyo.Sin embargo, fue suficiente para que, por primera vez también, ella secontagiara de un dolor extraño, lo compartiera, lo viviera como propio y ansiaramitigarlo. Y se dio cuenta de que aquello, sentir lo que otro sentía, era lomás importante que jamás antes le había ocurrido. Sentir porque otros sentíansería lo que de verdad la volvería humana, lo que la haría parecida a losdemás. Podría definitivamente comprenderles, podría también ser comprendida.Ese era el mejor regalo que su vecino le había hecho, mucho más precioso que sila hubiese amado: su propio dolor, no el fruto de un contagio sino el que seoriginaba en sí mismo, el que partía de su propio centro, el dolor por haberperdido para siempre a la mujer que amaba.
Él cerró los ojos y se dejóabrazar como un niño pequeño. Sintió alivio de inmediato.
Clarabt