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lunes, 31 de enero de 2011

Joaquín y Marta


Érase una vez que se era…cuatro hermanos que eran peces y que vivían todos juntos y contentos en un enorme estanque que existía en una tienda donde vendían loros, arañas, culebras, tortugas y ranas de San Antón. En esa gran piscina también vivían, además de sus padres, siete u ocho tíos, un montón de primos y una multitud de parientes más lejanos. Cada familia tenía su casa y por las noches, cuando apagaban la luz del estanque, cada cual se iba a su escondite hasta el día siguiente. Ellos vivían en el hueco de un tronco de madera sumergido en el fondo a mano izquierda, junto a la roca de broma que lanzaba burbujitas y detrás de una planta de algas verde claro fosforito que servía para esconderse y jugar al aquí te pillo.
El primero de los cuatro hermanos se llamaba Lucas. Era casi totalmente blanco, con unas manchas de color naranja y unas aletas grandes, blanditas y vaporosas con las que se paseaba a lo largo y ancho del vecindario para que viesen lo guapo que quedaba. Como era un presumido, tenía pocos amigos y con tanto paseo se le había olvidado jugar. Luego estaban las gemelas, Dime y Dame las pusieron de nombre. Su color era anaranjado, muy fuerte, de un rojo casi brillante. Las aletas no eran tan vistosas como las de Lucas, pero se pasaban el día nadando una tras la otra a toda velocidad, chupando y escupiendo piedras, mordiendo las hojas de las plantas o haciendo zancadillas a cualquier despistado que no mirase por dónde iba. A su hermano Lucas, por ejemplo.
El último y más pequeño de los cuatro se llamaba Joaquín. Aunque era el más enano de todos, era sin embargo el más listo. Fue el primero que aprendió a sumar y fue el primero que se enteró de que eso de chupar piedras y escupirlas es una tontería. Joaquín se vestía de varios colores. Aunque en el fondo llevase una camiseta naranja como sus hermanas, tenía manchas pardas y blancas, dos grandes motas negras detrás de las orejas y cada aleta era de un color diferente, siempre podía adivinarse de él si iba o venía.
Sucede que en la tienda aquella del estanque donde vendían loros, arañas, culebras, tortugas y ranas de San Antón, también vendían peces. Un día de este otoño a la hora de la comida, cuando estaban todos en la parte de arriba dando mordisquillos a los copos de pienso, apareció una mano con un mango negro y una red y los pilló a los cuatro antes de que se dieran cuenta. Al principio se asustaron un poco porque los sacaron del agua y todos se pusieron a dar coletazos y a patalear como si les estuvieran haciendo cosquillas, pero pronto los metieron dentro de una bolsa de plástico con agua y se tranquilizaron algo. Otra mano agarró la bolsa por arriba y anduvo paseándola por la ciudad durante al menos media hora. Aquel día, Joaquín y sus hermanos que solamente conocían los rincones, las plantas y los trucos del estanque donde habían vivido, vieron un montón de cosas: las algas verdes estaban fuera del agua y no se movían lentamente, la luz que les iluminaba era más fuerte, las burbujas habían desaparecido, todo estaba lleno de agujeros y sitios para esconderse, existían peces que volaban y que, en vez de aletas, tenían plumas y pico. Y, sobre todo, también había otra clase de peces más grandes de colores diferentes y apagados y que extrañamente se mantenían erguidos sobre la aleta de la cola que se les había alargado y dividido en dos. Algunos de ellos tenían cristales en los ojos, otros usaban parches negros también en los ojos, unos pocos echaban humo por la boca y, los más raros, se ponían adornos en las orejas y se pintaban de colorines.
Tan despistados estaban mirándolo todo a través de la pared transparente de la bolsa de plástico que no volvieron a enterarse cuando la mano grande se acercó, cortó el recipiente haciéndole un agujero y los volcó como en un tobogán dentro de otra casa nueva más grande que la bolsa y que también tenía paredes transparentes pero duras. Esta casa no estaba del todo mal, el fondo era de piedrecitas de colores, había un cofre que se abría y cerraba solo dejando ver en su interior, cuando la tapa subía, una calavera y unas monedas de oro mientras soltaba un grupo de burbujas. También había plantas verdes y rojas, dos troncos en cruz, una caja negra que lanzaba un chorro de agua limpia y un tubo brillante en el techo que hacía que los colores resplandeciesen. Lucas, tan presumido, se dedicó a pasear desde el principio. Y más ahora, que estaba en un escaparate. Dame y Dime, apenas pasado el susto del tobogán, comenzaron a jugar, a perseguirse y a buscar escondites nuevos desde donde pudieran hacer zancadillas. Joaquín no estaba tan contento, echaba de menos a sus primos, a las historias que le contaban sus tíos y a poder contar y sumar el número de vecinos que pasaban delante de la puerta de su casa. Dos veces al día se abría una trampilla en el techo de la nueva casa y aterrizaba en la superficie del agua una multitud de copos de colores que olían muy bien, servían para comer y que luego se quedaban flotando entre dos aguas dejándolo todo hecho un asco.
De cuando en cuando, al otro lado del cristal aparecían grandes caras de peces de esos que viven fuera del agua, de esos raros que se ponen cristales en los ojos o se pintan de colorines. Fabricaban muecas, enseñaban los dientes, se les agrandaban las pestañas y también hacían palmas los que eran más pequeños. Una vez al día, la luz del techo se encendía. Y una vez al día, la luz del techo se apagaba.
Un día de este invierno, al poco rato de que se encendiese la luz esa que hacía que los colores resplandeciesen, al otro lado del cristal apareció una cara diferente y diminuta. Lucas, Dime y Dame, como estaban con sus cosas, ni se dieron cuenta. Joaquín, sin embargo, se quedó hipnotizado mirando aquellos rasgos pegados a su hocico en la otra parte de la pared. Tenía unos ojos color verde marihuana, con una raya vertical en el lugar de las pupilas, ocho bigotes blancos a cada lado de la chata nariz, un antifaz de color marrón y negro y, cuando entreabría la boca, se adivinaban unos dientes blancos y afilados.
-Hola. ¿Cómo te llamas? –dijo la cara nueva del al otro lado-.
-Hooooola. Me llamo Joaquín y estoy aquí con mis hermanos. ¿Y tú?
-Me llamo Marta. Oye… ¿tú eres un gato?
-¿Yo? ¡Qué va! Yo soy un pez y cuando crezca ya verás lo grande que me voy a hacer.
Todo el mundo sabe que los gatos y los peces se entienden a las primeras de cambio. Y el que no lo sepa, es tonto. Además, no están tan atrasados como los humanos, que necesitan las palabras para entenderse. Marta y Joaquín se comprendieron desde el primer momento pese a que había un cristal de por medio y pese a que uno estaba dentro del agua y la otra fuera de ella. Desde aquella primera vez, cuando la mano grande encendía por las mañanas la luz brillante del techo que hacía que los colores resplandeciesen, Marta la gata se sentaba en un poyete al lado de la pecera y al instante, al otro lado, aparecía Joaquín el pez.



Así se pasaban horas y horas, charlando y hablando mientras se miraban. Marta le contaba sus aventuras en el patio como cuando corría tras los mirlos y las lagartijas o aquella vez que a ella la persiguieron dos urracas gruñonas que querían picotearla. Joaquín se sabía un montón de historias que le habían contado sus tíos cuando vivían todos juntos en el estanque grande y volvía a narrárselas a ella con algún tipo de adorno para hacerla reír y verle los dientes blancos y afilados.
Una tarde, sucedió que a la mano grande que abría la trampilla del techo y dejaba en la superficie del agua una multitud de copos de colores que olían muy bien y que servían para que Joaquín y sus hermanos comieran, se le olvidó cerrarla y la dejó abierta. Aquella tarde, la gata y el pez, además de poder verse, charlar y contar historias, se tocaron. Marta metió la zarpa dentro del agua y, con las uñas a medio sacar, le rascaba a él el lomo o la tripa según se pusiera mientras nadaba. Joaquín, a ratos, le mordisqueaba a ella los huecos que tenía entre las almohadillas de la pata, haciéndole cosquillas y calambres. Esa tarde hablaron poco.




Por las noches, cuando las luces se apagaban y todos dormían, incluso los peces raros esos de fuera, esos que eran grandes, tenían cristales en los ojos y se pintaban de colorines, Marta hacía excursiones porque era muy curiosa y le gustaba investigar. Una noche de este verano, cálida y silenciosa con la luna grande allá arriba, la gata saltó la tapia del patio y se dirigió hacia un gran charco de agua que ya había visto desde la terraza de arriba. Cuando llegó a la orilla se dio cuenta de lo grande que era el charco. ¡Qué pedazo de charco! Como además de ser gata y curiosa era muy limpia, se metió dentro de él un poco para limpiarse las patas y de paso investigar. Tanto se metió que el agua le llegó hasta la tripa y empezó a nadar. ¡Anda! –pensó- ¡Si lo hago casi tan bien como Joaquín!. Tan bien lo estaba haciendo que al poco tiempo empezaron a aparecer a su alrededor peces grandes y pequeños, de colores, blancos, grises y azules. Y como todo el mundo sabe que los gatos y los peces se entienden a las primeras de cambio y el que no lo sepa es tonto, los peces de alrededor comenzaron a decirle cosas a Marta tales como: “You are single?”, “¡Qué ojos tan bonitos!”, “Te invito a gambas”, “¿Te gusta el mar Egeo?” o “¡Vaya preciosidad de aletas!”. Ella no les hizo mucho caso porque estaba enamorada de Joaquín, de sus colores, de sus historias y de la dulzura y suavidad que empleaba cuando le hacía cosquillas entre las almohadillas de la zarpa en aquellas veces en que a la mano grande se le olvidaba cerrar la trampa por donde metía el pienso de colores.
A la mañana siguiente, después de que la luz del techo que hacía que los colores resplandeciesen se encendiese, Marta se lo contó todo.
-¿Sabes? –le dijo- he descubierto un charco gigante que está lleno de peces como tú, pero más feos.
-¡Ahí va! ¿esos no serán mis tíos y mis primos?
-No se, pero es muy divertido, hasta se puede nadar.
-¿Y hay paredes de cristal? –preguntó Joaquín-
-¡Qué va! Lo único que hay es agua –contestó ella-
Esa mañana, de lo único que hablaron fue del charco aquél, aunque ninguno de los dos sabía que aquello era el mar.
Una o dos veces por semana, Marta saltaba la tapia para acercarse al mar, aprender a nadar mejor y de paso contarles a esos otros peces grises, blancos y azules las historias que Joaquín le había contado a ella y que él había recibido de sus tíos.
-Oye… -le preguntaron una vez- ¿y ese Joaquín no puede venirse aquí con nosotros a jugar y a contar historias?
-No puede –contestó Marta- Está metido en una caja de cristal y no le dejan salir.
-Jooooooo… ¡qué rollo! –dijeron los peces grises, azules y blancos-


La gata se quedó pensando que era cierto eso de que era un rollo que el pez estuviese metido dentro de una caja de cristal y que no pudiese contar sus historias nada más que a ella. Así que, en un total secreto muy secreto de esos secretos que no se cuentan a nadie se puso a maquinar un plan.
Esperó y esperó hasta que a la mano grande se le olvidó cerrar otra vez la trampilla por donde metía el pienso de colores. Aquella vez, en lugar de meter la zarpa para rascarle al pez la tripa o la espalda según nadase, metió la cabeza.
-¡Qué ojazos! –exclamó Joaquín, tan cumplidor-
-Ahuuum –hizo ella- Y lo pilló con los dientes blancos y afilados.
-¡Aaaay! ¿qué haces?
-Te voy a llevar a ver el charco grande, tonto. –dijo la gata que, aunque le había cogido entre los dientes, lo había hecho sin pizca de daño-
Dicho y hecho, con el pez entre los colmillos blancos y afilados, Marta volvió a saltar la tapia como lo hacía cada tres o cuatro noches y, a toda velocidad, se presentó en la orilla del charco en un plis-plas. Una vez allí, se metió dentro del agua hasta la tripa, como cuando se entrenaba para natación, y lo soltó.
-¡Guau! –chilló Joaquín- ¡Este charco si que mola!
-Sabía que te gustaría, trasto –sonreía Marta-
Como la gata ya sabía nadar y el pez estaba la mar de contento, se pasaron todo el día brincando, saltando, haciéndose ahogadillas y jugando a las carreras. Claro, en eso de las carreras siempre ganaba Joaquín que para eso era un pez.
A partir de entonces, apenas amanecía, la gata saltaba la tapia y se iba a la orilla del mar a hablar con él, a entrenarse con lo de la natación y a jugar a la fabricación de castillos de arena submarinos. Pasaron así varios meses y una mañana de invierno gris, por mucho tiempo que Marta estuvo esperando, Joaquín no apareció.
-Se habrá dormido –pensó-
Al día siguiente, más frío e invernal, lo mismo.
-Estará contando historias –imaginó-
Al tercer día, como tampoco aparecía, empezó a preocuparse.
-¿Se lo habrá comido un pez gigante? –lloró-
Al cabo de una semana, la gata comenzó a resignarse con la idea de que el pez se habría ido tras una corriente marina o media docena de gambas. Pero ella seguía yendo a la orilla del mar todos los días, sin faltar ni uno. Cuando llegó la primavera y el tiempo comenzó a mejorar, en una de esas visitas diarias al charco gigante, mientras ella miraba el horizonte con la mirada perdida y suspirando, a un metro escaso de su zarpa apareció la cabeza de él.
-¡¡¡ Martaaaa !!! –chilló-
-¡¡ Joaquín !! pero… ¿dónde te has metido?
-He estado viajando y he hecho un amigo muy importante –contestó él con voz grave pues ya había crecido- Mira, te lo voy a presentar.
Y yéndose hacia atrás, señalando con su aleta como si fuera una especie de mago, soltó:
-Voilá!!!
De repente, mar adentro, en el sitio donde él señalaba, el agua empezó a borbotear y agitarse, los rayos del sol iluminaban centradamente en ese sitio y de las profundidades marinas empezó a surgir una figura. Primero, una gran corona. Más tarde, la punta de un tridente. Luego, unos cabellos blancos y rizados con dos ojos más abajo intensamente azules. Era una especie de gigante con sonrisa amable y barba blanca.
-Oye… ¿y éste quien es? –preguntó ella algo asustada-
-Este es un amiguete que he descubierto en el viaje y que sabe hacer trucos. Espera y verás –contestó Joaquín-
En verdad era un gigante. Cuando todo él estuvo fuera del agua, su cabeza llegaba a tapar el Sol y lo hacía aún más impresionante. Su sombra alargada se extendía mucho más allá de la orilla y, de repente, todo se calmó: las olas desaparecieron, el viento dejó de soplar, las gaviotas y los pájaros debieron esconderse y un silencio grave lo cubrió todo, presagiando que algo fuerte y milagroso iba a suceder. El gigante fue elevando poco a poco el brazo donde sostenía el tridente apuntando con él directamente a Marta que, más asustada aún, no se atrevía ni a mover un pelo. De improviso, desde la punta del arpón salió un rayo electrizante y azulado con un leve bisbiseo que envolvió a la gata en una bola vaporosa también azul y fosforescente. Después, muy poco a poco, todo fue volviendo a la normalidad, el gigante del pelo blanco y la corona comenzó a sumergirse y cuando el mar lo tragó por entero, la brisa sopló de nuevo e hizo aparecer las olas; los pájaros y las gaviotas volvieron, el silencio despareció y, con él, la bola azul fosforescente que a ella tenía envuelta.
-¿Qué ha pasado? –preguntó Marta, aún aturdida-
-Nada. Anda, ven –la invitó Joaquín-
Mientras la gata se adentraba poco a poco en el agua su figura fue cambiando. Las patas se le acortaron y convirtieron finalmente en aletas. Su cola se transformó en otra aleta timonera fuerte y poderosa. El cuello se le acortó, engrosó y unió su cabeza al cuerpo todo en uno. Cuando se sumergió totalmente ya no era una gata. Era otro pez. Conservaba los colores que había tenido en la Tierra y sus ojos verdes marihuana también.
-Oye… -volvió a preguntarle- ¿ese quien era?
-Olvídalo. Era un amigo que nos trajo suerte –finalizó él-
Joaquín y Marta siguen aún viviendo en algún lugar escondido de ese charco grande. Se casaron, son muy felices y todos los años, cuando la luna llena ilumina las noches de verano, cuentan sus historias a todos los hijos que van teniendo. Estos hijos se llaman, naturalmente, peces-gato.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

6 comentarios:

lo tengo qu4e volver a leer, es precioso. Las fotos, como siempre, divinas.

Akimana

Este es el cuento mas bonito del mundo.
Un beso Bicho.

jajajajajajajaja, lo he ido leyendo como si me lo estuvieras contando tú, jajajajajajaja, y al llegar a "trasto" he pensado: efectivamente, te lo está contando él"
Qué buen ratito leyendolo. Yo quiero un amigo así, jajajaj
Besos y buen día
Ziencia

Gracias por los comentarios chicos. Este cuento se me ocurrió porque mi gata (la de la foto) es muy aficionada a tirarse largos ratos pegada al acuario, observando como pensando Abril o yo qué sé. También es cierto que como me pille dándole pienso al personal nadador, ella también quiere, la muy cabrona; se jala medio bote en un abrir y cerrar de ojos. El resto de imágenes son: la primera en un acuario de Faunia y las de la costa están obtenidas en las playas de Almería (donde nacieron claveles frescos sembraos por la semilla del joven Javier Verdejo). Antes del verano pondré otro llamado “El vampiro Enano”. Y lo de la rima salió sin querer.
Abrazos

Entrañables las fotos y entrañable el cuento. Ojalá todos saliésemos de nuestras peceras al mar

Besos

Un cuento con moraleja ....pero era necesario casarlos?¿los peces comen perdices?¿quién de los 2 tenía más agallas?..lo que está claro, que a tu gata lo que le gusta es ver como los peces juegan al"aquí te pillo".Un saludo.Eva.