Esto es una lotería. La clásica, la de toda la vida (incluida ella). Resulta que como ando removiéndole los intestinos a los armarios, el mes pasado la descubrí detrás de un estante con más polvo que la momia de Nefertiti, que era una parva de cuidado. Este artilugio ahora se llama bingo y por las ciudades existen salas preparadas para tal efecto en las que antes permitían fumar. Las escasas veces que he ido a alguna, el ritual es similar: carné de identidad a la entrada, te sitúan en una mesa amplia y redonda, te tomas el cubata a toda pastilla, las bolas salen a un ritmo frenético que no te da tiempo a nada, tanta pantalla de TV aturulla, la voz del que canta es monótona y repetitiva, los rotuladores son de Carioca, los cartones de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre y de vez en cuando alguien dice ¡Línea! o ¡¡¡Bingooo!!! y hasta luego Lucas. Llega una especie de fantasma vestido de oscuro, te quita los cartones usados, te pone los nuevos, coge la pasta que está encima de la mesa y a por otra. Y así sucesivamente hasta que se acaba el parné sobre el mostrador o se harta uno de hacer el chorras. Eso sí, cuando sales al aire libre te recorre una paz espiritual inmensa, intrínseca y altamente reconfortante cuando después de suspirar largamente se exclama aquello de: “¡Qué bien lo hemos pasado! ¿eh?”
Naturalmente, nada que ver con la lotería casera. Una larga velada con la familia alrededor, dándole vueltas y sacando del bombo las bolas numeradas ajustadas al tempo visceral de los jugadores es otro mundo. Que uno se va a hacer pis, el bombo se espera. Que otro cuenta un chiste, quieto bombo. Que hay que abrir una botella de Cható Margó Rosé para desengrasar, pues se abre y al bombo que le den. Además, todo el dinero se queda en casa, los cartones son reutilizables porque se tapan con fichas en vez de tacharlos, no hay necesidad de usar rotuladores Carioca y no existen impuestos sobre el juego, obviando los jugosos comentarios en plan pareado que pueden hacérsele con total impunidad al que canta la numeración. Verbigracia: el treinta y siete, por el culo te la meten; el cincuenta y seis, que te coma la pija el rey; el veinticuatro, que le den porsaco al gato; el dieciocho, en la vida has visto un chocho. Y lo ya sabido del cinco. Para más inri, en los intermedios, con la excusa de darle vueltas al brasero de picón debajo de la mesa camilla, podías mirarle las piernas o lo que se terciase a la cuñada que estaba a la izquierda según se baja. Eso sí, cuando en el bombo sólo quedaba media docena de bolas y a todo el mundo le faltaba un solo número para completar el cartón y así poder llevarse el montoncillo de monedas de veinte duros que cada cual había aportado, se despertaba el interés materialista y hasta la cuñada de la izquierda según se baja se estaba quieta y dejaba de incordiar con los golpecitos en la rodilla para que uno se bajase a darle vueltas al brasero de picón o lo que se terciase. En esas ocasiones, lo mejor es que a alguno se le rebelase en contrapartida el sentimiento social y proletario y se pusiera a hacer trampas para así poder cabrear al capitalismo. O pedir el recuento de bolas, toquetear descolocando las que ya habían salido, tumbar como sin querer una copa medianamente llena allá donde más fastidiase, masticar un polvorón y soltar un buen estornudo con perdigones encima de los cartones, las fichas, las monedas, el bombo y la madre que lo parió. Joder, eso sí que era pasarlo bien y lo demás es cuento.
Aún cayendo en la reiteración repetitiva, se me vuelve a venir a la cabeza lo que alguien escribió alguna vez: “… ya no existe aquella vida, la mató el progreso. Como mató la camaradería, el whisky sin soda, la juerga triste, el llanto duro y la ilusión del beso”.
Y para el que no lo sepa, soy hijo único. Lo de las cuñadas era por incordiar.
Naturalmente, nada que ver con la lotería casera. Una larga velada con la familia alrededor, dándole vueltas y sacando del bombo las bolas numeradas ajustadas al tempo visceral de los jugadores es otro mundo. Que uno se va a hacer pis, el bombo se espera. Que otro cuenta un chiste, quieto bombo. Que hay que abrir una botella de Cható Margó Rosé para desengrasar, pues se abre y al bombo que le den. Además, todo el dinero se queda en casa, los cartones son reutilizables porque se tapan con fichas en vez de tacharlos, no hay necesidad de usar rotuladores Carioca y no existen impuestos sobre el juego, obviando los jugosos comentarios en plan pareado que pueden hacérsele con total impunidad al que canta la numeración. Verbigracia: el treinta y siete, por el culo te la meten; el cincuenta y seis, que te coma la pija el rey; el veinticuatro, que le den porsaco al gato; el dieciocho, en la vida has visto un chocho. Y lo ya sabido del cinco. Para más inri, en los intermedios, con la excusa de darle vueltas al brasero de picón debajo de la mesa camilla, podías mirarle las piernas o lo que se terciase a la cuñada que estaba a la izquierda según se baja. Eso sí, cuando en el bombo sólo quedaba media docena de bolas y a todo el mundo le faltaba un solo número para completar el cartón y así poder llevarse el montoncillo de monedas de veinte duros que cada cual había aportado, se despertaba el interés materialista y hasta la cuñada de la izquierda según se baja se estaba quieta y dejaba de incordiar con los golpecitos en la rodilla para que uno se bajase a darle vueltas al brasero de picón o lo que se terciase. En esas ocasiones, lo mejor es que a alguno se le rebelase en contrapartida el sentimiento social y proletario y se pusiera a hacer trampas para así poder cabrear al capitalismo. O pedir el recuento de bolas, toquetear descolocando las que ya habían salido, tumbar como sin querer una copa medianamente llena allá donde más fastidiase, masticar un polvorón y soltar un buen estornudo con perdigones encima de los cartones, las fichas, las monedas, el bombo y la madre que lo parió. Joder, eso sí que era pasarlo bien y lo demás es cuento.
Aún cayendo en la reiteración repetitiva, se me vuelve a venir a la cabeza lo que alguien escribió alguna vez: “… ya no existe aquella vida, la mató el progreso. Como mató la camaradería, el whisky sin soda, la juerga triste, el llanto duro y la ilusión del beso”.
Y para el que no lo sepa, soy hijo único. Lo de las cuñadas era por incordiar.
3 comentarios:
Me ha encantado. No sé si me ha gustado más la foto, o el texto, o ambas por igual. Pero, ante todo, un retrato mágico, sin duda alguna.
Un saludo.
Alacena de las Monjas
Se agradece que alguien remueva los intestinos de los armarios de vez en cuando,para encontrar artilugios como el que nos recuerdas hoy,Alakano. En todas las casas que yo conocía había un juego de lotería con el que matar las tardes lluviosas, o terminar una reunión familiar. Había la lotería versión "bombo",como en tu foto, o la versión más cutre "saco con fichas numéricas en su interior" donde se metía la mano para extraer la ficha. Esta ültima era origen de muchas suspicacias cuando sólo quedaban media docena de bolas para acabar el bingo, y la cuñada pensaba que se metía en el saco algo más que la mano a la hora de extraer el número(siempre son las cuñadas,si...)
En mi casa,no se tapaban los números de los cartones con fichas,sino con alubias, que éramos una familia muy numerosa y no había fichas para tantos.Las alubias,no son lo más apto para este cometido,pues rodaban a cada minuto alargando la partida con repeticiones y con quejas, dando otra vez ocasión a la cuñada a meter pulla de nuevo en la paz familiar.
Y respecto a las rimas,las que yo escuchaba eran mucho más "ñoñas",que en aquellos tiempos,eso de por" el culo te la hinco" no sé a qué hubiese llevado.
Y sólo un detalle más :Alakano,no seas inocente, que ser hijo único, no te libra de tener cuñadas.
Un saludo. Eva.
Qué buenos recuerdos de las noches de navidad, con mis amigos y, sobre todo, de una noche de navidad muy especial. La foto ambienta maravillosamente el texto y la atmósfera, en la que has querido sumergirnos.
Besos
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